“Si me denuncias te va a ir peor. Tengo amigos en la policía y en un par de horas estaré saliendo, y cuando regrese te golpearé con más ganas… Ya verás…”
Ésta es la realidad que viven las mujeres día a día, siendo maltratadas por sus parejas que ven la golpiza propinada a la mujer como un acto de gran osadía, algo casi heroico y engrandecedor, haciéndolo tema de conversación apetecible entre los demás pega-mujeres del barrio y convirtiendo el hogar en el último lugar en donde menos quisieran estar las madres, pues no hay tregua cuando de hacerles daño se trata, y todo vale en esta “lucha de sexos” donde la balanza está inclinada a favor del hombre que cuenta con aliados propicios e idóneos cuando de sobornar y hacer pasar por altos estos actos de injusticia se trata. Así es la vida de la mujer, víctima de la violencia doméstica, acallada por el miedo a perder más que la dignidad en la próxima golpiza del marido.
Pero no es la única manera de agredir a las mujeres, pues estos insuficientes hombres se aprovechan del estado débil y frágil de la mujer para demostrar su hombría abusando sexualmente de ellas no importándoles los daños psicológicos que acarreen; así pues, una ves más, se hacen llamar hombres por dejar a su esposa golpeada, tirada en el piso, con el alma en vilo, temerosa de aquel cariño que le demuestra su pareja en cada arranque de locura y satisfacción propia.
Atreverse a salir del silencio en el que están sumergidas las mujeres que son maltratadas constantemente es muy difícil por causa del miedo, además de vacíos profundos en nuestra legislación. Nuestras autoridades no hacen otra cosa que buscar lugares preferenciales en cargos de poder sin importarles el bienestar de la población, en especial el bienestar de la mujer, que resiste segundo a segundo la incansable golpiza que sus parejas, acostumbrados a tal menester, realizan de manera precisa, certera, llenos de odio y burla, a sabiendas de que una denuncia a las autoridades por tales actos no terminará más que en otra tarde de excursión por los locales policiales en donde tienen las de ganar por el hecho de ser hombres, y la mujer, por ser mujer, pierde todo enfrentamiento y derecho que la deja nuevamente a expensas de aquel tirano cotidiano dispuesto a cobrarse caro tal paseo fuera de su casa.
Ésta es la realidad que viven las mujeres día a día, siendo maltratadas por sus parejas que ven la golpiza propinada a la mujer como un acto de gran osadía, algo casi heroico y engrandecedor, haciéndolo tema de conversación apetecible entre los demás pega-mujeres del barrio y convirtiendo el hogar en el último lugar en donde menos quisieran estar las madres, pues no hay tregua cuando de hacerles daño se trata, y todo vale en esta “lucha de sexos” donde la balanza está inclinada a favor del hombre que cuenta con aliados propicios e idóneos cuando de sobornar y hacer pasar por altos estos actos de injusticia se trata. Así es la vida de la mujer, víctima de la violencia doméstica, acallada por el miedo a perder más que la dignidad en la próxima golpiza del marido.
Pero no es la única manera de agredir a las mujeres, pues estos insuficientes hombres se aprovechan del estado débil y frágil de la mujer para demostrar su hombría abusando sexualmente de ellas no importándoles los daños psicológicos que acarreen; así pues, una ves más, se hacen llamar hombres por dejar a su esposa golpeada, tirada en el piso, con el alma en vilo, temerosa de aquel cariño que le demuestra su pareja en cada arranque de locura y satisfacción propia.
Atreverse a salir del silencio en el que están sumergidas las mujeres que son maltratadas constantemente es muy difícil por causa del miedo, además de vacíos profundos en nuestra legislación. Nuestras autoridades no hacen otra cosa que buscar lugares preferenciales en cargos de poder sin importarles el bienestar de la población, en especial el bienestar de la mujer, que resiste segundo a segundo la incansable golpiza que sus parejas, acostumbrados a tal menester, realizan de manera precisa, certera, llenos de odio y burla, a sabiendas de que una denuncia a las autoridades por tales actos no terminará más que en otra tarde de excursión por los locales policiales en donde tienen las de ganar por el hecho de ser hombres, y la mujer, por ser mujer, pierde todo enfrentamiento y derecho que la deja nuevamente a expensas de aquel tirano cotidiano dispuesto a cobrarse caro tal paseo fuera de su casa.
En el Perú golpear a la conviviente o esposa no es un delito. No tiene castigo punitivo. No esta penado. Es un vació jurídico inmenso. Mientras nuestros legisladores se reparten los sillones del Tribunal Constitucional –y otros escándalos bochornosos– se olvidan del gran problema que representa la violencia familiar.
Carmen, una joven madre de 27 años, ha intentado algunas veces decir algo, pero sabe que solo le espera una golpiza aún más terrible al regresar a casa; esquiva las preguntas y evita en todo momento ser conducida a la comisaría para denunciar al agresor. Una vez lo intentó y sólo recibió reproches de algunos malos elementos policiales como “¿Qué habrás hecho? Seguramente lo merecías”, con una crudeza tan brutal que la desmoralizó aún más. Y en los casos que la autoridad interviene, nuestras leyes liberan al agresor al día siguiente, despertando en él deseos de venganza, haciendo que la paliza sea aún peor. Quizá este sea el motivo por el cual Carmen prefiera callar.
Hoy el tema de la violencia dejó el espacio de lo privado y secreto, y se asoma aún temeroso al espacio de lo público y es actualmente uno de los graves problemas sociales que cruza las diferentes redes primarias y secundarias de la sociedad.
Vivimos en sociedades que manejan diferentes códigos en relación a la violencia; existe una fuerte condena cuando ésta se lleva a cabo en el espacio público, sin embargo se le tolera, avala –y hasta cierto punto se le perdona y olvida– cuando se da en el espacio privado. Una denuncia por una agresión en la vía pública es inmediatamente acogida, la misma denuncia en el hogar es desestimada, subvalorada e incluso se intenta persuadir a la víctima que retire su denuncia.
En Piura está la Comisaría de Mujeres, y ONG’s contra la violencia familiar, que brindan apoyo moral y legal a estas victimas de su propio silencio. De acuerdo a estadísticas recogidas en el Ministerio de La Mujer y Desarrollo Social (MIMDES), los casos de violencia doméstica contra la mujer en el 2002 alcanzaron la cifra de 1129, en el 2003 disminuyeron a 949, en el 2004 nuevamente los casos ascendieron a 1302, en el 2005 descienden a 1261, y sorprendentemente en el 2006 se presentan 931 casos. Es una cifra lo bastante menor en comparación a los años anteriores pero no precisamente significa que la situación esté mejorando pues hay casos en los que las mujeres no denuncian las agresiones por sus temores y vergüenzas, principales obstáculos para una ayuda pronta y eficaz por parte de los instituciones en apoyo de la mujer.
Carmen, una joven madre de 27 años, ha intentado algunas veces decir algo, pero sabe que solo le espera una golpiza aún más terrible al regresar a casa; esquiva las preguntas y evita en todo momento ser conducida a la comisaría para denunciar al agresor. Una vez lo intentó y sólo recibió reproches de algunos malos elementos policiales como “¿Qué habrás hecho? Seguramente lo merecías”, con una crudeza tan brutal que la desmoralizó aún más. Y en los casos que la autoridad interviene, nuestras leyes liberan al agresor al día siguiente, despertando en él deseos de venganza, haciendo que la paliza sea aún peor. Quizá este sea el motivo por el cual Carmen prefiera callar.
Hoy el tema de la violencia dejó el espacio de lo privado y secreto, y se asoma aún temeroso al espacio de lo público y es actualmente uno de los graves problemas sociales que cruza las diferentes redes primarias y secundarias de la sociedad.
Vivimos en sociedades que manejan diferentes códigos en relación a la violencia; existe una fuerte condena cuando ésta se lleva a cabo en el espacio público, sin embargo se le tolera, avala –y hasta cierto punto se le perdona y olvida– cuando se da en el espacio privado. Una denuncia por una agresión en la vía pública es inmediatamente acogida, la misma denuncia en el hogar es desestimada, subvalorada e incluso se intenta persuadir a la víctima que retire su denuncia.
En Piura está la Comisaría de Mujeres, y ONG’s contra la violencia familiar, que brindan apoyo moral y legal a estas victimas de su propio silencio. De acuerdo a estadísticas recogidas en el Ministerio de La Mujer y Desarrollo Social (MIMDES), los casos de violencia doméstica contra la mujer en el 2002 alcanzaron la cifra de 1129, en el 2003 disminuyeron a 949, en el 2004 nuevamente los casos ascendieron a 1302, en el 2005 descienden a 1261, y sorprendentemente en el 2006 se presentan 931 casos. Es una cifra lo bastante menor en comparación a los años anteriores pero no precisamente significa que la situación esté mejorando pues hay casos en los que las mujeres no denuncian las agresiones por sus temores y vergüenzas, principales obstáculos para una ayuda pronta y eficaz por parte de los instituciones en apoyo de la mujer.
Nuevamente Carmen revive sus peripecias para sobrevivir otro día en su casa, sabiendo que en manos de su pareja cualquier día podría suceder lo peor y no habrá nadie quien pueda defenderla. “Es una pesadilla la que vivo y siento que jamás despertaré de ella, por mis hijos tengo que aguantar…” Carmen lamenta su situación, lamenta con el dolor de quien sufre y está atrapado sin salida. Se siente sola, muy sola… Su autoestima ha sido completamente destruida por tanto daño psicológico y su cuerpo esta muy lastimado por los golpes, gritos, puñetes y patadas. Y lo peor de todo es que sus hijos están creciendo con ese pésimo ejemplo de vida.
En nuestra realidad son 80 mil casos de denuncias por violencia familiar. Es una pesadilla que viven mujeres y niños, en todo el país y de todas las clases sociales. Es una pesadilla de la que se puede despertar, y no una realidad para siempre. Carmen siente que jamás saldrá de la pesadilla que se ha vuelto su realidad, realidad que podría terminar en muerte si no hacemos lo necesario y justo por protegerla…
Por: Oscar Edhir Altamirano Ayala
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